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El jardín de la victoria

Publicado: 18 noviembre, 2010 en Cuentos
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Afuera la niebla hacía imposible ver más allá de un par de metros. El aire era espeso, y la poca gente que recorría las calles de este barrio residencial londinense, se mostraba sofocada, como si cargaran un excesivo peso sobre sus espaldas.

La mayoría de las casas de la zona estaban habitadas por gente mayor, principalmente viudas o esposas de hombres retirados. En una de ellas, se encontraba Rosie sentada junto a su ventana, y miraba orgullosa los geranios de su jardín. La bruma le impedía ver más allá de su propio patio, pero le gustaba imaginarse a sus vecinas, consumidas por la envidia.

–Seguro estarán pensando como hacer para superar el color y la forma de mis flores- se dijo a sí misma.

Solo por un instante, desvió su vista hacia el interior. Sus ojos recorrieron un estante lleno de trofeos y cucardas, y pensó: “Los mejores geranios de Londres, sin duda”.

Ese pensamiento acompañado por el recuerdo de la cara de furia de sus compañeras de té, mientras recibía cada uno de esos galardones, le dibujó una sonrisa pese a lo gris del día.

Se aburrió de las noticias de la guerra, que sonaban de fondo mezcladas con el rechinar de su silla mecedora, y apagó la radio. Eran las 4 en punto, y todavía no estaba lista para ir a la casa de Sue Ellen, a compartir el té con galletas como todas las tardes.

 

“Creo que debe haber sufrido un ataque al enterarse”, dijo excitada Elizabeth, con una sonrisa de placer. Las otras ancianas asintieron. Por primera vez en mucho tiempo habían llegado antes a su merienda diaria. No era común que alguna noticia, que no fueran chismes del barrio, generara muchas repercusiones en este grupo de setentonas. Pero esta había armado revuelo en el gallinero como hace tiempo no sucedía. El pedido, proveniente del primer ministro, no podía ser ignorado. Y esto era lo que más contentas las ponía. Porque a pesar de que ellas tendrían que sacrificar sus preciados geranios, para cosechar verduras que ayudaran a paliar el hambre en tiempos de guerra, nada las hacía más felices que poder presenciar a Rosie arrancar los suyos, uno por uno.

“Quiero verle la cara a esa vieja engreída cuando lo haga”, dijo Iris mientras pensaba en esos esquivos trofeos que habitaban la casa de Rosie, en lugar de la suya. Cada una de estas mujeres durante años había intentado arrebatarle el trono sin éxito, con los más insólitos recursos. Sue Ellen se había dejado engañar una vez, por un vendedor charlatán, que le había vendido una extraña poción milenaria oriental, que sospechosamente resultó tener un aroma muy similar al tónico para la artritis de su esposo Earl. Elizabeth había intentado con música clásica, poniendo su fonola en el jardín por las noches.

Ni hablar de las charlas que Iris tenía con sus flores día a día. En un principio no se cansaba de hablarles de cuanto las quería y las adoraba, mientras las acariciaba, pensando que flores felices crecerían más fuertes y coloridas. Pero tras no obtener resultados cambió su táctica radicalmente y empezó a agredirlas. Parecía un coronel hablando con el peor de sus soldados. Buenos para nada, manga de retoños endebles y débiles, hijas de semillas del mal, eran algunos de las expresiones de odio, que con igual resultado, salieron de la boca de esta dama de la alta sociedad, de la cual nunca nadie escucho jamás cosas semejantes.

Desde ya que ninguna de ellas le había contado sus fracasos a otra del grupo. Y todas sospechaban que Rosie tenía algún secreto que hacia de sus geranios, campeones.

 

Dos golpes arrancaron al grupo de sus pensamientos. Era Rosie. Entró y saludó a todas cortésmente, como era usual en ella, pero notó algo raro en las caras de las mujeres. Ahí fue donde Elizabeth ya no pudo aguantar y le preguntó: “Escuchaste las Noticias, Rosie?”. Ella dijo que no, con una mirada altanera y simulando que no le importaba, pero al escuchar la novedad su cara tomó otro color.

A los pocos minutos, tras digerir la noticia, actuó con normalidad y siguió con las típicas charlas triviales que caracterizaban sus meriendas. Pero notó que constantemente las otras trataban de volver al tema de los jardines, tema que ella esquivaba una y otra vez, espantada con solo imaginarse su precioso jardín lleno de verduras y hortalizas. Luego de un par de horas, todas se saludaron y cada una se fue a su casa.

Durante los siguientes días, aduciendo una leve gripe, Rosie se ausentó de las reuniones de té. Pero a través de su ventana, contempló a cada una de sus vecinas remover sus geranios y empezar a plantar tomates, papas, zapallos o rabanitos. Sufrió pensando que tendría que hacer lo mismo. No podía darse el lujo de negarse, no ella, que siempre se jactó de cuanto le gustaría ayudar a su patria de cualquier manera posible. Así que al día siguiente, pala y azadón en mano, sacó sus hermosas flores una por una. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, y su cuerpo de furia. Sentía una profunda tristeza, pero el hecho de ver a las otras harpías en sus ventanas, con mal disimulados rostros de placer, la llenaba de odio.

Tardó varios días en plantar de nuevo su jardín devenido en huerta. Y a partir de ahí dejó de ir a las meriendas. Solo salía de su casa para regar una vez por la mañana. Ni siquiera iba ya a hacer las compras. Había conseguido un niño del barrio que le traía las provisiones por unos chelines a la semana.

En un primer momento, Sue Ellen, Elizabeth e Iris se regocijaron en la muerte de los geranios de Rosie y en la tristeza que la había recluido. Sin embargo se llevaron una gran sorpresa cuando un par de meses después empezaron a verla pasear feliz por el barrio. No solo había recuperado su forma anterior, sino que se veía mucho mejor y hasta le propuso a Sue Ellen que las reuniones de té se levaran a cabo en su casa a partir de ahora.

Las otras ancianas aceptaron sorprendidas. Ellas habían pensado que la desaparición de su hermoso jardín tendría un efecto devastador en Rosie y hasta fantaseaban con el espacio vacío en su estante, donde el trofeo de 1943 tendría que estar.

Pasaron varios meses, en los que el grupo disfrutó de su té con galletas en la casa de Rosie. Las charlas habían vuelto a ser amenas y todas parecían haber olvidado el odio que habían sentido por su anfitriona poco tiempo atrás. Sin embargo, cada tanto su mirada se posaba en el estante con los premios. Ella, en tanto, no demostraba estar afectada por la falta de los geranios que durante mucho tiempo habían sido su principal ocupación y compañía.

Algunos meses después, 5 en punto de la tarde, Sue Ellen tocó la puerta de la casa de Rosie, acompañada por Elizabeth e Iris. Esperaron en vano durante varios minutos, pero la puerta jamás se abrió. Era la tarde de té. Rosie no podría haberlo olvidado, así que llamaron a Shane, un cerrajero irlandés con cara de pocos amigos, temiendo lo peor.

Shane forcejeo con la cerradura por media hora, mientras las ancianas resoplaban y golpeaban sus tacos contra el piso. El las miró de reojo, y maldijo para sus adentros. Finalmente logró abrirla, les cobró y se marchó sin siquiera mirarlas.

Entraron a la casa muy despacio y todo parecía estar en orden. Llamaron a Rosie, suavemente, mientras caminaban por el living, pero no hubo respuesta.

Recorrieron toda la casa, pero no encontraron a la anciana, lo cual era muy extraño ya que ella no iba nunca a ningún lado. Entonces vieron que la puerta del sótano estaba abierta, se miraron y bajaron tomadas de la mano.

Elizabeth fue la primera en llegar abajo y cuando se dio vuelta, su cara de sorpresa desconcertó a las otras dos. Bajaron solo un par de escalones más y entendieron el porque. El sótano estaba repleto de geranios, de todos los colores y formas que alguien pudiese imaginar. No lo podían creer. Como lo había logrado? Geranios en un ambiente cerrado? Era imposible. Había solo una pequeña ventana en toda la habitación. Las tres compartían esos pensamientos, pero fue Iris la que los interrumpió. Las otras dos la miraron y vieren que su rostro estaba pálido.

Al darse vuelta vieron a Rosie. Estaba en su silla mecedora y una gran sonrisa atravesaba su cara. Su rostro se veía muy pálido y no hacía falta acercarse para notar que su cuerpo llevaba un par de horas sin vida, sin embargo su sonrisa tenía tanta vitalidad como cualquiera de esos inexplicables geranios.

Mientras Sue Ellen fue a buscar a la policía, Iris y Elizabeth se quedaron en el sótano tratando de entender. No podían creer lo que Rosie había hecho para seguir teniendo sus preciados geranios. En el piso de la habitación se podían ver muchos dibujos y anotaciones. Era el patrón del sol durante el día, dependiendo de la estación. Pero lo más sorprendente, era que esta mujer septuagenaria se encargara de rotarlos una infinita cantidad de veces por día. Si alguna vez la habían envidiado, ninguna se comparaba con como lo hacían en este preciso instante.

Sue Ellen momentos después acompañada por el Oficial O´Kelly y encontraron a Iris y Elizabeth en la cocina preparando un té. Las tres mujeres le contaron a este hombre alto, de movimientos lentos y pocas palabras lo que había pasado, mientras el pegaba pequeños sorbos de una taza que ellas le habían ofrecido. O´Kelly se mantuvo inexpresivo y se limitó a decir que se encargaría de todo.

Fue entonces cuando Iris en medio de miradas cómplices con Elizabeth, dijo que necesitarían ayuda para llevarse los geranios de Rosie y así poder cuidarlos. Dijeron que era lo que ella hubiera deseado, aunque sabían que no había nada más lejano a la realidad. O´Kelly les dijo de mala gana, que él las ayudaría.

Pero cuando bajaron nuevamente al sótano, su sorpresa no pudo ser mayor. Todos los geranios estaban marchitos. Los mismos que habían visto hace apenas algunos minutos. Los más alejados de donde el cadáver de Rosie yacía, ya eran casi polvo, mientras que los que la rodeaban todavía tenían algo de color. Las ancianas no podían creerlo, mientras que O´Kelly miraba indiferente. Habían llegado para presenciar los últimos momentos de ese extraño fenómeno, y para ver como la sonrisa de Rosie se extinguía, junto con el último geranio.

 

Gonzalo Pardo (2006)

 

Culpa

Publicado: 22 septiembre, 2010 en Cuentos, Textos
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Masticó más de lo necesario y tragó. Su mente estaba en blanco mientras miraba a su familia comer en el más absoluto silencio. Era la tercera vez que percibía que su hija quería decir algo pero se callaba. Estuvo a punto de preguntarle que tenía en mente, pero se contuvo. Se llevó otro pedazo de pescado a la boca y sintió la necesidad de decir algo, pero no supo qué.

Afuera un trueno auguraba una fuerte tormenta. Sus ojos brillaron ante la interrupción de ese incomodo silencio, aunque el ruido viniera de afuera. Segundos después cruzó los cubiertos, luego los brazos y siguió contemplando la cena familiar. Todos se miraban continuamente, pero parecían actuar al son de una coreografía aceitada que lograba que sus miradas no se cruzaran nunca.

Pasaron unos minutos más y todos terminaron de comer. Su hijo se levantó y corrió escaleras arriba. El hubiera preferido que se quedara un rato más, pero no pudo pensar ninguna excusa para retenerlo. Su mujer y su hija levantaban los platos mientras el fumaba con la mirada perdida.

Otro trueno lo distrajo y lo obligó a mirar por la ventana. El cielo estaba negro. La rutinaria cena llegaba a su fin y todo había sido como siempre. Igual que ayer, igual que mañana. Esa frase le cruzó la mente al mismo tiempo que escuchaba el timbre. Se levantó pensado en que no esperaba a nadie. Su esposa se asomó desde la cocina y lo miró con indiferencia. Él caminó hasta la puerta y la abrió lentamente.

Y ahí lo vio parado. Un hombre pequeño y mal vestido. Parecía que su cuerpo cargaba un peso mucho más grande del que sus diminutos hombros podían soportar. Lo miró en silencio y espero unos segundos.

— Disculpe que lo moleste a estas horas, pero le traigo la culpa que pidieron —dijo tímidamente el hombrecito.

El se dio vuelta y miró su casa por un instante. — Debe haber un error— dijo mientras se volteaba otra vez hacia el hombre —Si acá nadie tiene la culpa de nada.

— Perdón, debe haber sido mi error — murmuró el hombrecito mientras giraba sobre sí mismo con la cabeza gacha.

Él lo vio alejarse bajo la intensa lluvia que empezaba a caer. Lo miró apenas unos segundos y cerró la puerta.